Imaginemos, por un momento, una pequeña urraca. Bien por imitación a sus padres, bien por instinto propio de su especie, la pequeña urraca ha construido un modesto nido, que se empeña en llenar con todo tipo de objetos. Joyas, monedas, cables, bolitas de papel de aluminio… Cualquier cosa que se le antoje lo suficientemente brillante.
Lo cierto es que su colección de preciosidades resulta impresionante, pues alberga algunas joyas tan valiosas como espléndidas. Desgraciadamente, la pequeña urraca, en su afán de conseguir más – y no siempre mejores- caprichos, olvida pararse a admirar su ya no tan modesto tesoro.
Así nosotros intentamos llenar nuestro vacío interior con todo tipo de cosas, bien tesoros, bien sucedáneos de estos. Supersticiones, conocimientos, creencias. Dinero, maletines, ocupaciones. Amigos, enemigos, amados. Experiencias, planes, sueños. Poco importa; tenemos vacío suficiente para todo.
¿Y no bastaría – me pregunto- con abandonar, por un instante, nuestra búsqueda tantas veces infructuosa para parar a deleitarnos en la contemplación de nuestras tristemente subestimadas adquisiciones?
<< En tu tierra – dijo el principito- los hombres cultivan cinco mil rosas en un mismo jardín… Y no encuentran lo que buscan… […] Y, sin embargo, lo que buscan podría encontrarse en una sola rosa o en un poco de agua…>> [El Principito, Antoine de Saint-Exupéry]